miércoles, 9 de febrero de 2011

Borges llueve

Borges fue, como el francés, regalo de mi madre. Mi descubrimiento de su obra aconteció en la dilatada biblioteca familiar, que contenía sus originales y las versiones en lengua inglesa en las que el mismo escritor se afanara junto a su amigo y traductor Norman Thomas di Giovanni (las que ya casi no existen, y bien pueden considerarse como trabajos de amor perdidos de Borges). Había sucedido mi despertar al sexo mas no su consumación; el lector deducirá que hablo de tiempos harto pretéritos. El azar quiso que el primer poema que se reveló a mis ojos fuera aquél acerca del bárbaro (este término pasa hoy por un elogio en los diccionarios de la posmodernidad) Timur-i Lang, al que la tradición latina llama Tamerlán. El terror que causa su hábito de la destrucción no es capaz de sustraerlo al temor que le produce la intuición de la proximidad de su muerte. Es la desesperación la que lo empuja a ordenar a sus ejércitos que apunten sus arcos hacia la bóveda del mundo para asesinar a las avaras divinidades que le niegan la eternidad:
“Ordenaré que mis arqueros lancen
Flechas de hierro contra el cielo adverso
Y embanderen de negro el firmamento
Para que no haya un hombre que no sepa
Que los dioses han muerto”.
No me abandonó esa imagen inmensa de millones de dardos arrojados hacia el norte de la frágil silueta de la humanidad como una lacrimosa lluvia inversa que llora su mortal impotencia. El 14 de junio de 1986 Borges murió en Ginebra; es posible que las circunstancias, lúcidas o tormentosas, de sus últimos días no sean sabidas nunca. Aunque se jactaba de su anglofilia, no dejaba escapar ocasión de reprochar a los británicos el haber inundado los continentes con deportes estúpidos; la casualidad, no sin ironía, hizo fallecer a Borges en medio de un campeonato mundial de fútbol. Un 14 de junio, pero de 1982, las ateridas tropas argentinas se rendían en el Atlántico Sur; lejos de constituir una humillación, esa derrota fue el triste sacrificio necesario para que acaeciera el principio de la descomposición de la casta militar que había perpetrado, entre otros laudables actos de valentía, el estoico arte de la paciencia para con los períodos de gestación de mujeres embarazadas en cautiverio medieval, a las que se asesinaba luego del alumbramiento y del robo de los recién nacidos, como se procede con los animales engordados para la gula de los banquetes.
Las relaciones de Borges con el más reciente régimen militar argentino se resumen con imparcialidad en un texto de Juan Gelman, Borges o el valor, en el que el autor reconoce que la actitud de Borges para con las juntas fue de enfrentamiento directo. Sus detractores suelen insistir en la leyenda de su complicidad con la niebla de los generales, y recalcan para ganar ese objetivo falaz una anécdota que es ya parte de la memoria popular y al mismo tiempo un complejo acto de desinformación, sobre la cual convendrá descorrer el impiadoso manto de silencio: el 19 de mayo de 1976 Borges concurrió a la Casa Rosada, deshonrada en ese entonces por el usurpador Videla, para asistir a un almuerzo; habían sido invitados también Ernesto Sábato, Horacio Ratti, presidente de la Sociedad Argentina de Escritores y el sacerdote Leonardo Castellani. El mito, reproducido hasta la náusea según la versión canónica que ofreciera Castellani, sostiene que Borges halagó profusamente a Videla y solicitó para el país una guerra de purificación; iguales sandeces habría proferido Sábato, en tanto Ratti deslizaba en manos de Videla una lista de escritores desaparecidos en la que figuraban Roberto Santoro y Antonio Di Benedetto, y Castellani hacía igual cosa con un pedazo de papel en el que se había escrito el nombre de Haroldo Conti. Esas audacias son sólo atestiguadas por los módicos héroes que las protagonizaron: Ratti era un burócrata genuflexo al que la comisión directiva de la Sade había encargado una misión cuyo cumplimiento era de constatación imposible. Castellani relató haber recibido en su domicilio días antes del ágape a una persona que pidió por la vida de Conti; solícito (si hemos de creerle), transmitió el ruego a Videla. Estos testimonios se volcaron en una publicación brancaleónica, la revista Crisis, la que reunía en su redacción a los coqueteos mutuos del nacionalismo católico (al que adscribía Castellani), el Partido Comunista, que había presionado para crear a su imagen a la comisión directiva de la Sade (y en razón de ello Ratti fue cargado con la incomodidad de importunar a la suma del poder con sus súplicas), un oxímoron (una de las figuras retóricas arrastradas hasta los extremos de la maestría por Borges) denominado peronismo de izquierda y toda la exótica fauna que componía en esos años al socialismo nacional, ingenuo creyente en las limitaciones que se impondría a sí mismo el totalizador exterminio del régimen militar. Sábato había publicado vastamente en Crisis antes de distanciarse de sus directivos, entre los cuales se contaba la áurea mediocridad de Eduardo Galeano; ese conflicto tras los telones ofició para que se lo desacreditara junto con Borges en favor de las arriesgadas gestiones de Ratti y Castellani. La revista Crisis, por supuesto alérgica a Borges y enemistada con Sábato, reservó para ellos el papel del sicofante. Semanas después era clausurada por el gobierno, quien pagaba de ese modo el salario del apoyo crítico, predicado por el Partido Comunista, a la sinuosa figura de Videla.
Fuente:Letralia

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