La pobreza carcelaria y el acoso y el abandono y la muerte, la vida de Miguel Hernández, tan llena de dolor y cabras por el cerro; de infancia sin gozo y sin juguete, es también un homenaje a la supervivencia
La tarde llegó despacio y se sentó en el patio.
Desparramó las últimas luces mortecinas de su calma y fue a meterse a un rincón de la Ciudad Universitaria donde fueron alzadas columnas de hierro con cables, luces y bocinas para formar un escenario, una larga tarima musical con luces violáceas y pantallas coloridas; un collage de luces y de sombras.
La facultad de Química montó un escenario acogedor, cálido, con sillas en orden con una fórmula infalible: anochecer de jacarandas en tímida floración; un piano mágico, la joven con un violín de ensueño y un cantante con poemas musicales.
Y todo eso para decirle no a la guerra, no a la violencia corrosiva, el crimen despiadado; a la metralla y la granada. “No más sangre”, gritó un entusiasta como si en ello le fuera la vida.
Pero era en verdad tarde para la música y la poesía, así los versos de Miguel Hernández no importa si los canta Joan Manuel Serrat o los leemos en la íntima soledad, suenen siempre a látigo y cadena, a dolor, a tierra seca y dura.
“Barro me llamo aunque Miguel me llame....”
Sin embargo y a pesar de su biografía, de la pobreza carcelaria y el acoso y el abandono y la muerte, la vida de Hernández, tan llena de dolor y cabras por el cerro; de infancia sin gozo y sin juguete, es también un homenaje a la supervivencia.
Su propia muerte encarcelada quizá fue útil para ver cómo otros después pudieron vivir de otro modo, en plena libertad, en gozo completo de la risa y la dicha; la música y el viento, la brisa del mar, los libros, las escuelas.
“El hambre es el primero de los conocimientos:/tener hambre es la cosa primera que se aprende. / Y la ferocidad de nuestros sentimientos, / allá donde el estómago se origina, se enciende”.
Así nos lo advierte el poeta y así lo canta Serrat, quien ha hecho un montaje escénico simple y hondo, mismas características del homenaje al cual lo someten las autoridades universitarias; el rector José Narro y el director de la facultad de Química, Eduardo Bárzana, quienes le entregan antes de la música sendas medallas conmemorativas de los aniversarios escolar y universitario.
En el patio vuelto auditorio, con la acústica del graderío improvisado y el templete y el follaje nocturno y el aire libre, todo parece ser vibración de otro tiempo.
Evocan un recital de hace 40 años en el Auditorio Justo Sierra donde cantó JMS en sus comienzos. No fue esa por cierto su primera presentación en México, ésta ocurrió, como todos sabemos, en la Sala Chopin, pero eso es lo de menos.
Lo de más es esta muestra de sensibilidad de los tres mil o más asistentes quienes en el silencio absoluto —excepto un par de gritos pacifistas y un profundo y admirativo “¡Ayayay!—, podrían haberse hecho todos estas mismas preguntas:
http://www.cronica.com.mx/notaOpinion.php?id_nota=5618
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